viernes, 7 de octubre de 2011

MERIDIANO 36


Cuando egresé de mis estudios artísticos, los precios de los productos electrónicos de consumo cada vez eran más bajos, imponiendo a los computadores personales en el ecosistema. Tomando el lugar de la máquina de escribir, el disco de vinilo y el teléfono de disco. Entonces eran computadores de escritorio cuya tendencia a la convergencia, combinando elementos de diversos artículos electrónicos, me permitió adaptar las experiencias realizadas con faxes y los contestadores telefónicos a las posibilidades que entregaba el módem y los soportes de almacenamiento digital de la época: diskettes y discos compactos. La migración de mis intereses artísticos a la red fue rápida porque no sólo trabajaba con las posibilidades que me entregaba la telefonía. Internet era una grandiosa oportunidad para coleccionar en un mismo y extraño espacio todas las prácticas artísticas. Esporádicamente usé los espacios físicos porque algunas obras se escenificaron para ser transmitidas hacia pantallas, en lugares que permitieran una recepción más íntima como ocurría con lo producido para los reproductores portátiles de audio y video. O el fax y los contestadores telefónicos. Cada obra transmitida era como un intraducible pensamiento entre los bastidores de un país distante a varios cientos de kilómetros de todo. También quería que los receptores se dieran cuenta que las pretensiones de esas cosas almacenadas en artefactos tecnológicos eran poéticas. Además, vivía la cuenta atrás del fin de milenio y quise situarme objetivamente en dicho contexto lo antes posible con todo lo que pasó en el arte para poder encarar el esnobismo cultural del arte chileno reciente.

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