sábado, 8 de octubre de 2011

MERIDIANO 34


Duchamp reconoce que solo, bien o mal acompañado, la profesión de artista ocupa en la sociedad un sitio comparable con el de las profesiones “liberales” y no como “una especie de artesanado superior”. Menuda reflexión cuando es leída desde un lugar donde, desde 1849 con su ratificaciones de 1879 y 1929, para ser reconocido como artista debes asumir el dilema de universitario. Más aún después de 1981, cuando las carreras vinculadas con las artes, la filosofía, las humanidades y las ciencias sociales son consideradas prescindibles. Observar el proceso de evolución de unos artistas metidos a universitarios es algo que explica mi interés por identificar las lagunas historiográficas y las no menos importantes filias y fobias de la escena cultural de la “fértil provincia señalada”. Porque, en mi opinión, el arte chileno es como las pelotas. De todos modos, al respecto, la tradición ha perfilado dos salidas: irse fuera del país, compadeciéndose parranderamente de la inmovilidad artística local. O bien, acostarse con los padres. Para la línea entre gamberra e irónica de Loyola Records, la solución no va por ahí. Tampoco hay solución alguna porque no hay problema. El arte chileno es así. Para mí, lo revelador es que la desfachatez del exilio artístico y el regodeo conformista wannabe han sido forjados bajo el alero de una tradición ilustrada con las expresiones: el pago de Chile de Vicuña Mackenna y el milagro de Chile de Milton Friedman.

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