De este modo, el incómodo talento local de expresarse de manera rebuscada se complementa con formas contradictorias de actuar como algunas identificadas durante el boom económico de los años noventa cuando algunos chilenos simulaban conversar a través de un “celular de palo”, conducir a treinta grados ambiente con las ventillas cerradas para dar la impresión de gozar de aire acondicionado o pasearse por el supermercado con un carro lleno que no podía ser pagado. Sin olvidar la aprobación en 48 horas de una ley para que un partido político no quedara fuera de la competición electoral por un error de su directiva o la conducta de un ministro del interior al ser sorprendido por las cámaras de la televisión votando con su carné de conducir. Si me permiten el inciso, lo gracioso es que todo esto pasa en un país neoliberal que no tiene mercado del arte o mejor dicho, eufemísticamente, un mercado que no ha salido de su consideración emergente. Algo casi tan terrible como saber que ante la inexistencia de tal nicho, las escuelas de arte fueron convertidas en el único mercado artístico de Chile, una realidad apenas un poco más desoladora.
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