martes, 27 de septiembre de 2011

MERIDIANO 46


En cualquier caso, lo contracultural desdeña el sentido del clasismo en sintonía con el vértigo generacional de vivir lo inmediato, un detalle significativo en sintonía con mi temprano interés por las transmisiones fax y las contestadoras telefónicas, y posteriormente con la web. Derroteros que me permitieron prescindir de los espacios tradicionales de exhibición y exponer “a distancia” desde un país sin incidencia artística, reduciendo la objetualidad del envío a su degradación o disipación en el espacio-tiempo virtual. En gran medida, porque había descubierto que uno de los problemas del arte chileno era la comparecencia de obra. Tuve conocimiento de la existencia del arte por televisión, mediante los documentales. La misma fecha en la que fui por primera vez a un museo. Ahí, en el espacio dedicado a las musas y, por extensión, al acogimiento de las obras señeras del espíritu moderno, se reveló un punto de extrañeza que transitará en toda mi obra: la anormalidad, la rareza que adquiere el estatuto del arte desde un lugar donde lo observado nada tiene que ver con lo registrado por Kenneth Clark. La puesta en acto de esta fantasía infantil fue la intuición de nuestra insignificancia artística, un lugar exorcizado mediáticamente sólo por su salvaje naturaleza regida por las leyes del caos tectónico y su aún más salvaje mundo de redención política.

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